En la lucha por agradar a Dios y por querer ser “virtuosos” y “santos” podemos correr el riesgo de olvidarnos de nuestra condición humana. Este riesgo es muy común y se disfraza de muchas formas. Por ejemplo: de repente comenzamos a exigirnos demasiado, a ser escrupulosos (sentir desasosiego por temer, en situaciones de poco peso, haber ofendido a Dios), a no estar satisfechos con nosotros mismos, o peor aún, llegamos a criticar a los demás porque no son “como yo pienso” o “como dice la Iglesia que deben ser”.
¿Por qué es tan necesario tener los pies en la tierra? Para poder ser humildes. En esta lucha por ser virtuosos no podemos permitir el “endiosarnos” de tal modo que nos olvidemos que todos pecamos, TODOS, y cada uno de diferente manera. Jesús “no vino a llamar a los justos sino a los pecadores, para que se conviertan” (Lc. 5, 32). Y, OJO, esto no es un mensaje para justificar nuestros pecados, sino para no ser nuestros propios verdugos, ni los verdugos de los demás.
En las Sagradas Escrituras tenemos muchos testimonios de esta llamada de Cristo. Él escoge a los débiles para llevar su mensaje de Salvación. Escogió a María, joven pobre y humilde, para ser la madre del Salvador. A Pedro, apóstol de fuerte temperamento, para ser la roca de la Iglesia. A David, quien cometió adulterio con la esposa de Urías, para ser rey de Israel (2 Samuel 11, 1-27). A María Magdalena, mujer pecadora, para ser testigo de su Pasión, Muerte y Resurrección. A San Pablo, perseguidor de cristianos, para ser apóstol de las naciones.
Las historias de los Santos de nuestra Iglesia han sido historias de conversión, personas que llegaron a un encuentro con el Señor a partir de sus propias miserias.
Incluso, el mismo Jesús, siendo Dios, no quiso resucitar sin sus llagas. Él quería recordarnos que en el camino a la Vida Eterna y a la Resurrección no se puede abandonar la cruz y el dolor. Gracias a su Cruz nos salvó, gracias a sus llagas fuimos sanados (Is. 53, 5).
Cuando se habla de cruz muchas veces se tiene el concepto de que es algo externo que tenemos que “soportar”, situaciones que llegan a nuestra vida que no queremos vivir, personas con las cuales no podemos entendernos, etc. Pero también la cruz significa las miserias de nuestro yo, nuestros pecados, nuestras caídas, nuestros errores, nuestra personalidad que no logramos entender, nuestros variables estados de ánimo, nuestro carácter, e incluso, nuestros miedos.
¿Por qué soy tan inseguro? ¿Tan indeciso? ¿Tan desorganizado? ¿Cómo ser virtuoso si tiendo a relacionarme con las personas que no me convienen? ¿Cómo ser virtuoso si mi vocabulario es fatal? ¿Por qué discuto tanto con mi familia? ¿Por qué en lugar de dedicar tiempo al estudio le dedico 1,000 horas al Facebook, o al Instagram? ¿Por qué luego de confesarme siento que soy el Santo del año y a la hora siguiente cometo el mismo pecado que he confesado como un millón de veces en mi vida?
Pues la respuesta que le puedo dar a todas estas preguntas es que ERES HUMANO y tienes que DESEAR SIEMPRE estar en CONTINÚA CONVERSIÓN. Pero antes que yo, ya alguien había dado una respuesta estupenda a estas inquietudes, y es San Pablo:
“…y no acabo de comprender mi conducta, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Pero si hago lo que aborrezco, estoy reconociendo que la ley es buena, y que no soy yo quien lo hace, sino la fuerza del pecado que actúa en mí” (Rom. 7, 15-17).
¿Cómo es posible que nuestras miserias nos acerquen a Dios? En ese mensaje San Pablo lo explica muy bien. El primer paso es reconocer nuestras miserias, que son esas cosas que aborrecemos y nos alejan de Dios. Al preguntarnos ¿por qué hago tal cosa y no la otra?, estamos reconociendo que hay una ley que es buena (los mandamientos, la enseñanza de la Iglesia, la Voluntad de Dios para mi vida) y que muchas veces la fuerza del pecado actúa en nosotros. Ante esta encrucijada tenemos dos alternativas:
1) dejarnos llevar por la fuerza del pecado
2) acercarnos a Dios y pedirle que nos ayude en esas situaciones que aborrecemos.
Si nos decidimos por la primera alternativa consentiremos a la fuerza del pecado, dejándonos llevar por nuestra voluntad, que es débil, y pecaremos.
Si escogemos la segunda alternativa estamos dejando que nuestras miserias nos acerquen a Dios. En situaciones de debilidad, como cuando los apóstoles se quedaron dormidos en el Huerto de Getsemaní, Jesús nos dice:
“Velen y oren, para que puedan afrontar la prueba; pues el espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26, 41).
NO debes conformarte con tus miserias. Y en lugar de luchar contra ellas, como si estas fueran tu más grande enemigo, lucha con ellas. OJO, al decir que luches con ellas no estoy diciendo que te resignes, sino que aprendas a seguir en el camino de conversión sabiendo que tendrás imperfecciones.
Recordemos que la verdadera fortaleza y la verdadera virtud no viene a nosotros por nuestros méritos sino por la gracia y fuerza de nuestro Señor Jesucristo. Si fuera por nuestro propio esfuerzo seríamos seres orgullosos y no reconoceríamos el poder sanador y salvador de Dios.
“Precisamente para que no me valore más de la cuenta, tengo una espina clavada en mi carne, un representante de Satanás encargado de hacerme sufrir para que no me enorgullezca. He rogado tres veces al Señor para que apartara esto de mí, y otras tantas me ha dicho: “Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad”. Gustosamente, pues, seguiré enorgulleciéndome de mis debilidades, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Y me complazco en soportar por Cristo debilidades, injurias, necesidades, persecuciones y angustias, porque cuando me siento débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor. 12, 7-9).
Busquemos siempre la ocasión para mejorar y crecer en nuestra vida espiritual, para acercarnos a Dios. Pero no olvidemos que el Espíritu Santo viene en ayuda de nosotros:
“Asimismo el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el pensar de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según la voluntad de Dios. Sabemos, además, que todo contribuye al bien de los que aman a Dios, de los que él ha llamado según sus planes” (Rom. 8, 26-29).
Es inexplicable el saber que el Espíritu de Dios intercede por nosotros con gemidos que no se pueden expresar. ¿No te quedas perplejo ante el amor entrañable de tu Papá Dios? Confía en Él y déjate llevar por el baile amoroso de su misericordia.
Todos estamos en el mismo camino, y luchamos con muchas debilidades y defectos. Seamos caritativos con nuestros hermanos y hermanas. Amémonos y ayudémonos unos a otros a ser VIRTUOSOS.
“Que el amor entre ustedes no sea hipócrita; aborrezcan lo malo y pónganse de parte de lo bueno. Apréciense unos a otros como hermanos y sean los primeros en estimarse unos a otros… No te dejes vencer por el mal; por el contrario, vence al mal a fuerza de bien” (Rom. 13, 9-21).
By Glorian